De Polonia a Atocha (y 3)

Cerca de Cracovia, muy cerca, está Auschwitz. Hoy forma parte del reclamo turístico de la ciudad, un parque temático. ¿Alguien quiere ir a ver ese monumento al horror? Ni yo ni quienes me acompañan. Cuando uno sabe de lo que es capaz el ser humano -o lo sospecha- no necesita zapatos ni maletas para recordarlo.

De Poznan a Cracovia hay muchas horas de tren aunque no sea excesiva la distancia. Todo antes que volver a subir en uno de esos aviones de hélice que aquí son habituales. El que me trajo desde Frankfurt aún conservaba los ceniceros del tiempo en el que se podía fumar libremente en los aviones. ¿Años sesenta?

El tren para en todos los pueblos y ciudades y es un ejemplar de museo en sí mismo. Viajo en primera pero tanto hubiese dado pues la sola diferencia es el color de las tapicerías y las agobiantes puertas que el revisor se empeña en cerrar cada vez que pasa y que yo abro de par en par. Cada hora pasa una mujer mayor con un carrito en el que lleva cosas para comer y beber, comida basura en polaco y bebidas de nombre extraño.

No suelo dejar que la agencia de viajes elija el hotel por mí pero esta vez lo hice. Tuve suerte en Poznan pero me columpié en Cracovia. El nombre prometía: Hotel Chopin. Cuando me lo dijeron por teléfono los de la agencia me pareció bien, tal es la magia de los nombres. Me aseguraron que estaba muy céntrico y sí, muy céntrico respecto a la ciudad moderna, una parte de Cracovia sin mayor interés e intercambiable con la de cualquier otra ciudad europea, pero lejos del centro histórico. El hotel carecía, igualmente, de sabor alguno. Uno de esos hoteles anodinos, funcionales y -algo que aborrezco- con suelo enmoquetado. Como no todo puede ser malo la distancia al centro me obligaba a caminar cada día.

El reclamo de Chopin, -junto a Auschwitz, el papa Wojtyla y la mina de sal- está muy presente. Hay Chopin por todos lados y para todos los paladares. En los escaparates de las librerías en las que me paro a curiosear hay muchos libros que le están dedicados: biografías, ensayos y un gran volumen con toda su correspondencia. En polaco, y por ahí caí en la cuenta de que Fryederyk Chopin puede convertirse en Fryederyka Chopina si la frase lo requiere. Menos mal que no era español.

A pesar de todo el ingente material chopiniano (y del taxista que me corrige la primera noche cuando le digo «hotel shopán» con un enérgico «chópen») no encuentro las grandes versiones de sus nocturnos. Por todas partes grabaciones de jóvenes, y para mí desconocidos, pianistas polacos. Paso del asunto pues mi afición al gran compositor polaco no llega al punto de convertirme en coleccionista de versiones. En Poznan había un museíto con su mascarilla mortuoria y un vaciado de sus manos y no lo visité. Prefiero gastar esa hora en la calle, viendo pasar el mundo.

Cuando llego a una ciudad que no conozco me gusta coger un city tour. No suelo ponerme los auriculares ni escucho al guía pero me resulta muy útil situar las cosas en el plano. Me sirve también para descartar zonas enteras y, lo más importante, para desatar en mi mente el nudo imaginario que el nombre del barrio o calle representa. Deja de ser tierra ignota, con ese morboso atractivo que nos hace perder tanto tiempo, y se convierte en algo conocido, familiar.

En el caso de Cracovia, además, el city tour tiene un encanto añadido: te pasean en un cochecito eléctrico, silencioso y abierto por todas partes. El chico que lo conduce es otro estudiante sacándose unas pelas para el invierno pero es amable y admirador del Barça, aunque tampoco entienda el lío nacionalista. Muy comprensible en un polaco, por razones evidentes.

Desde las ventanillas del tren pasan los pueblos a lo lejos. Las torres de las iglesias siempre tienen un chapitel muy esbelto terminado en aguja. Estepa cerealera bordeada de sotos para contener los vientos. Trigos y cebadas están en sazón aunque en España lleven tiempo recogidos. Más tarde aparecen los bosques, densos, complicados. Una amiga judía me dice que no habrá en ellos un solo claro que no esté regado con sangre humana pero eso no impide que me sigan pareciendo hermosos, tal vez porque en ellos -al contrario que en Auschwitz- la mano del hombre, la mano criminal, es siempre intrusa.