El alacrán azul (4)

Alquilar un coche en Cuba tiene su aquél. Por dinero se pueden alquilar aquí muchas cosas pero se trata de que no nos deje tirados como a cierto amigo mío, un tanto agarrado, que quiso ahorrarse dinero y terminó con una avería a kilómetros de lugar habitado. Un lío porque sabía que si dejaba las maletas no las encontraría a la vuelta, cuando consiguiera localizar a un mecánico, suponiendo que quedara algo del coche para entonces. Las arrastró como pudo durante muchas horas.
En un país donde hay coches que circulan con una lata de refresco convertida en carburador no cabe otro recurso que alquilar al gobierno, único que puede garantizarte otro coche en caso de avería o que no te lo desguacen sobre la marcha. Se trata de coches chinos, excepcionalmente caros para su tamaño. A cambio los puedes dejar aparcados en cualquier sitio porque nadie los tocará.

Salí de La Habana camino de la Ciénaga, sin plan alguno y con un buen mapa comprado en Madrid. Hice unos kilómetros por esa ancha tira de concreto a la que llaman autopista y me aparté de ella en cuanto pude. Circular en coche por Cuba puede ser divertido o destrozarte los nervios, según prefieras. El itinerario hay que irlo descubriendo, como en los planos de piratas y tesoros que hacíamos de niños, porque las señales no te ayudarán en el caso de haberlas, que generalmente no las hay. Vas al tuntún, preguntando al humano que encuentres, que tampoco es fiable del todo, especialmente si tiene interés ese día en visitar algún familiar, o se le antoja de golpe.

No tengo el mapa delante mientras escribo, así que tendrán que conformarse con las imprecisiones de mi memoria. Llegado a un pueblito del comienzo de la Ciénaga pregunté a un muchacho de color, bien aparente y solícito, por mi siguiente destino. Se ofreció a acompañarme pues casualmente tenía que ir allí ese día. Decidí llevarlo, a pesar de pasadas experiencias, qué quieren. No apunté su nombre. Me contó que era biólogo y trabajaba en los cocodrilos, en el centro dedicado a su estudio y conservación. Le hice una batería de preguntas que se pueden imaginar sin que tenga que escribirlas. Me gustan los bichos y soy curioso. El chico me informó de todo con bastante exactitud, no dijo tonterías y me instó a parar y hacer una visita a su lugar de trabajo. No contesté nada pero al llegar al punto vi un tinglado turístico de primera, anunciando los tales cocodrilos, con sitio para beber y comer. Me negué a parar, no por desinterés sino porque adivinaba el resto: unos cocodrilos más o menos como piedras al sol y los tipos con la guayabera sonando mientras te ponían delante, sí o sí, bebida y comida. No tenía hambre y el chico ya no me interesaba. Seguía creyendo que podía ser biólogo y trabajar allí por unas preguntas que le hice antes relativas a las penas por matar una vaca y haber visto el susto en sus ojos mientras excusaba las respuestas con un «yo no tengo nada que ver con vacas, sólo con cocodrilos». Hay que decir que el cocodrilo también se come y los furtivos, jugándose la pellica, dan buena cuenta de ellos. No estaba dispuesto a probarlo, soy radical en eso. No como nada que repte o se arrastre aunque deba ayunar. Tampoco perros o gatos por el cariño que les tengo. Ni monos, ni aves que vuelen más alto o lejos que el pollo o la perdiz. Con lo terrestre soy muy escrupuloso, no tanto con lo marino. Puedo comer casi cualquier cosa que salga del mar menos ballenas y delfines, cohombros y gusanos.

Era seguramente biólogo pero eso no excluye una comisioncita, un bisnes, por llevar a un turista a comer cocodrilo o, en el peor de los casos, tomarse un par de mojitos de bote. Un sistema curioso pues todos los restaurantes, chiringos y chiringuitos -menos los paladares, que son privados mayormente- pertenecen al gobierno: es el propio gobierno quien proporciona el bisnes, que no suele pasar de una invitación a comer o beber, o sea que pagas la consumición de tu acompañante dos veces: la primera en el ticket y la segunda otro día, cuando tú ya no estés, que también te han cobrado.

Lo peor no es que quieran hacer un bisnesito a tu cuenta, que me parece bien, sino que se empeñan en dirigirte la vida: pare allí a beber o coma en tal sitio porque yo lo conozco, es amigo mío y le hará un buen precio; si va a dormir por aquí, hay una casa particular… Una verdadera lata y más que no soy capaz de dejar que nadie me organice nada. Si me equivoco me gusta equivocarme solo. Acabamos dando con la costa, una de esas playas que no son para descritas, con un mar que marea de puro espejo, de un color entre esmeralda y verde veronés que parece fosforescer cuando lo miras seguido. Un atolón de coral muerto y sobre él un chiringo con un tipo aburrido. Deduje, a la vista de lo desierto del paraje, que el turista que me precedió debió pasar por allí bastantes meses atrás. Ni hablar de comer en tal sitio y menos una langosta, que probablemente fuera pescada cuando Fidel sólo gastaba bigote.
Quise hacer una gracia con mi guía y le hablé claro: nos vamos a tomar ahí unos refrescos y pago yo pero después tú te quedas y yo sigo camino aunque termine en el fondo de la ciénaga rodeado de caimanes. Los cubanos son gente resignada, al menos lo parecen, y aceptó con un sonriente: «Está bien, pasaré aquí el día y ya veré cómo vuelvo a mi pueblo». Nos despedimos amistosamente y seguí ruta, bordeando el mar y los manglares, viendo pasar por delante del coche unos osados y enormes cangrejos rojos, mucho más rápidos de lo que pueda creerse. Pensé que era bastante extraño que no te los ofreciesen de comida o al menos de aperitivo. Mi instinto, aún no amortizado, de viejo cazador y pescador disparó la imaginación y me puse a establecer la cadena: a estos cangrejazos se los tiene que comer algo, ese algo tiene que ser más grande y más rápido que ellos; a ese algo se lo tiene que comer otro algo aún más grande… Vale, sin rifle mejor paso de largo y no echo un vistazo a ver qué hay dentro de lo espeso.