Sangrienta jabalina

La noche siguiente, en algún punto del Golfo de Vizcaya, John desapareció.

Estaba sentado en su litera mientras mamá enjuagaba el biberón en el cuarto de baño. La puerta que comunicaba ambas piezas se había cerrado por el oleaje. Mamá charlaba de esto y de lo otro: ya se sabe, de casa, de lo bonito que puede resultar el otoño y el invierno. Y entonces pasó al cuarto y dijo:
-Oh, mi niño, ¿dónde estás?
Salió al pasillo, al olor del barco. Un oficial que pasaba en pantalones cortos blancos la miró con preocupación y se acercó a ella como para mantenerla en pie. Ella se apartó de él con fuerte sentimiento de culpa. Subió las escaleras, recorrió un Pasillo Recreativo tras otro, fue de la Sala del Periquito a la Sala de la Cacatúa, de la Sala de la Cacatúa al Kingfisher Bar. Subió la escalera de caracol hasta el Nido del Petirrojo. Su John… ¿Dónde estaba?
Solo bajo la fina lluvia, John se enfrentaba al atardecer en la popa misma del barco, a unos treinta metros de los ensortijados surcos de la estela. Con los brazos extendidos, recibía la sangrienta jabalina que le lanzaba el último sol. Luego, accionando los miembros con lentitud, tanteando el método despacio, trató de subir las cuatro barras blancas que le separaban del agua. Pero la secuencia se le escapaba una y otra vez. Pie, mano, peldaño, deslizamiento, oscilación, resbalón… Era la secuencia, el orden, lo que le fallaba: pie, deslizamiento, mano, oscilación, peldaño, resbalón…
Pero mamá lo había localizado ya. Bajó con calma los escalones que separaban la cubierta superior de la plataforma de popa.
-¿John?
-So -se resistó John-. So, so.
Mamá llevó a su hijo hasta el camarote. John le dejó hacer dócilmente. Mamá lo sentó en la litera. A través de sus vacíos labios, empezó a entonar una nana para tranquilizarlo. John se echó a llorar en sus palmas abiertas. Nada había de nuevo en los ojos de mamá cuando alargó la mano para coger el biberón, y la ginebra, y el agua fresca y limpia.
(Martin Amis, fragmento del cuento Mar gruesa)