La cenicienta en París

Fue a finales de la década de 1940 cuando el grande del jazz Dizzy Gillespie viajó por primera vez a La Habana en una gira musical que daría como fruto el jazz latino. Esta música era una polinización cruzada de ritmos africanos tal como los interpretaban los descendientes de los esclavos cubanos y norteamericanos. Gillespie descubrió a Chano Pozo, legendario conguero por cuyas venas corrían figuras rítmicas afrocubanas. En su faceta de compositor, Gillespie unió la brillantez percusiva de Chano Pozo y el bebop, estimulante forma virtuosista de jazz cuyos pioneros fueron él mismo y Charlie Parker. El resultado fue sensacional; entre las muchas composiciones que pasaron a ser clásicos del cubop durante los años cincuenta cabe señalar «Manteca» y «Afro-Cuban Suite».

Una avalancha de músicos de Estados Unidos llegó a La Habana al mismo tiempo que músicos cubanos se trasladaban al norte para tocar en las orquestas de Machito, Mario Bauzá y Tito Puente. La música que crearon era sensual, atrevida, lozana, la banda sonora perfecta para una época caracterizada por el juego, la bebida, el baile y el sexo hasta altas horas de la noche tropical. El panorama musical de La Habana ofrecía algo que un entorno aséptico y artificial como Las Vegas no podía albergar. En comparación con La Habana, Las Vegas era un lugar para conformistas, patanes, vaqueros y gente «del Oeste» que había olvidado sus raíces.

La Mafia no creó este entorno conscientemente, como tampoco escribió o compuso la maravillosa música que nació de la era del jazz. Pero es innegable que la cultura del gangsterismo fomentó su desarrollo, no sólo mediante el patrocinio económico que hizo posibles las orquestas y los clubes, sino también porque comprendió que el jazz -en este caso el jazz afrocubano- era el sonido apropiado en el momento oportuno. El jazz latino fue la música evolutiva que surgió de dos tradiciones de esclavitud. Era algo original. Único. Y, además, elevó la era de la Mafia de La Habana al reino de la mitología.

Resulta irónico que los hampones y los políticos que presidieron esta época fueran cualquier cosa menos gente que estaba en la onda. Lansky prefería el danzón, estilo de baile clásico con raíces en la música francesa que era romántico de forma sumamente tradicional. A Trafficante sí le gustaba el jazz, pero era un hombre de natural reservado y raras veces salía a la pista de baile. Batista, que fue una figura pública durante toda la vida, sólo bailaba cuando la música era una contradanza, una especie de vals cubano. Los signos externos de la época resultaban periféricos para estos hombres. Eran, sobre todo, hombres de negocios.

A Lansky, Trafficante y Batista no les importaba el tipo de música que se tocara mientras se tuviera a raya a los revolucionarios y no se cortase el flujo de dinero de los casinos y los clubes nocturnos a sus cuentas bancarias privadas. El sonido de la conga ocupaba un lugar secundario después del sonido que se oía en la contaduría del casino, donde la recaudación diaria hacía su propia y hermosa música.