Mosquitas muertas

Era una mosquita muerta. Llegó a casa acompañando al amigo y, aunque era noche cerrada, usaba gafas muy oscuras y grandes que le comían media cara. No dijo nada en las horas que duró la charla de los dos hombres, sólo miraba y guardaba silencio. No era tímida, pude saberlo más tarde.

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Entró en su vida tras diversos desengaños. Era mucho más joven que él. La relación duró lo que duraron los estudios, cinco años. Tuvo un buen profesor y luego voló con sus alitas de mosca.

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De natural meloso, se miraba las uñas al hablar, cerrando los dedos en garra y volviendo la palma. Se hacía el muerto, como si no respirase, transido de amistad.

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Como las mujeres que se saben sacar partido no siendo bellas, explotó muy bien los escasos talentos con que nació. Ese era su verdadero talento, el más afilado. La escasez no pasaba inadvertida para los de ojo fino pero él seguía adelante, sabedor de que la crítica de los que saben hace menos ruido que los halagos de los tontos. No era mosquita sino moscarda y aleteaba en un pequeño frasco.