El paseo

El camino que yo hago cuando salgo a pasear deprisa, a hacer ejercicio, se conoce ahora como la ruta del colesterol. Va por categorías. Está la gente joven con su buena forma insultante que va a correr mientras escuchan la música que sea en sus ipods. Después vienen los jóvenes casados cuya situación de felicidad ha empezado a redondearles la figura y sus correspondientes esposas, con cochecito de bebé o sin él.

Seguimos mujeres y hombres maduros que tratamos de andar todo lo deprisa que las goteras nos permiten y que nos miramos de soslayo para ver el provecho que andamos sacando de tanto sudar. Por último, ancianos que salen de su casa y llegan hasta el primer banco para esperar la noche, solos o en compañía, charlando o callados.
Hay un matrimonio, muy obesos ambos, que pasean una pareja de bouledog pero no llegan muy lejos pues los cuatro tienen dificultades respiratorias. Es más bien un simulacro, el médico les ha dicho que deben moverse y ellos hacen lo que pueden. Él siempre lleva un puro en la boca, encendido o apagado no lo sé porque jamás lo veo echar humo.
Los arrabales son más pueblo que el pueblo, que es más señorial por las casonas y palacios, así que todavía puedes sorprender un poco la vida huertana aunque ahora la mayoría sean albañiles en paro y comerciales de cualquier cosa sus hijos. Todavía se ven huertas entre los chalets y las casas arregladas.
Antes me encontraba con frecuencia a B. el que fue boxeador y tengo fotografiado, más o menos en las inmediaciones de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados. Ahí estaba recogido, con el pulso temblón y muy pálido, después de haberse enfrentado a Luis Folledo en memorable velada hace muchos años. Ahora no lo veo y eso me inquieta.
Más adelante, tras lo que fue casa del cura, escondida tras una tapia y una chopera, está la piscina pública. Se oyen los gritos y retozos de niños y jóvenes, el ruido del agua cuando alguien salta y ese bullir que acompaña siempre a las piscinas en estos secarrales. Después ya sólo queda pasar por delante del taller del herrero, que no deja de saludar desde que le facilité la compra de un villano para el jabalí, y llegar a la plaza, que es muy desangelada.
Mientras desandas el camino, cada vez más cansado, deberías tener la alcazaba árabe puesta en el horizonte pero los chalets adosados de la margen derecha no te la dejan ver hasta que ya la tienes encima y entonces la ves sólo un momento porque otros chalets la tapan. Prejuicios de esteta. Es un paseo que te saca al campo, que siempre es más fresco que esta vieja ciudad cuyas piedras se calientan durante el día y te hornean durante la noche.