Escrito adrede

 

Pongamos que era Edimburgo y yo había quedado con Adrede. No tuve dificultad en encontrarlo aunque nunca nos habíamos visto. Mucho más joven de lo que yo suponía, vestía muy bien; una bonita americana clara, que se veía cómoda, unos pantalones gris azul oscuro y una camisa blanca de buena marca.

Tiene el rostro levemente redondeado, unos ojos vivos y una sonrisa que le baila por toda la cara antes de encontrar sitio en la boca. Nos tratamos desde el primer momento como viejos amigos que hace tiempo que no se ven. Hablamos de lo inevitable, del micromundo y sus habitantes, de éste y de aquél. Terminamos en el que pierde los pasos en salones que no frecuenta.

-No hay nada que pueda hacer: ese pequeño rincón no es suficiente. Su mundo ya está quemado, reducido a cenizas por la prolijidad e insistencia. Hueco.

Estamos en una taberna de la ciudad antigua y ambos tomamos bebidas sin alcohol. No me atrevo a preguntarle su nombre, el que figura en sus documentos, pero sí pregunto a qué se dedica.

-Soy profesor de economía, es como me gano la vida -y la sonrisa, esta vez algo burlona, vuelve a recorrerle la cara. Sabe que yo pienso que es escritor.

-Bueno, no será la primera vez en la que alguien no relacionado con las letras es más interesante de leer y escribe mejor que los del oficio. A los de Letras siempre les falta un hervor -añado.

Salimos de la taberna por una puerta que no es angosta pero que obliga a agacharse, uno de esos caprichos de los antiguos, como en la toza labrada con caracteres hebreos que se esconde en un sótano del pueblo, que debe uno agachar la cabeza para entrar o en la tumba de Napoleón, que te obligan a hacer lo mismo sólo que cuando éramos estudiantes escupíamos al entrar, directamente hacia la tumba y fulanito era especialista en lapos y lo clavaba en el centro.

Ofrecí enseñarle el pueblo, que se ve muy deprisa y después dimos un paseo por uno de los pantanos que hay en la provincia. Pedí prestado un barco porque mi balsa de piedra, como la de San Barandán al decir de un idiota que por hacer una frase acaba convirtiendo en piedra lo que es plástico, ya no la tengo.

Después sigue una historia en la que navegamos por entre juncos y carrizos, nos damos un baño e investigamos qué clase de serpientes serán las que vemos, negro brillante y cabeza afilada. Todo eso antes de disfrutar del aire en la cara, poniendo la motora a toda velocidad y haciendo yo uno de aquellas llegadas a la orilla que ponían espanto en el corazón de los pusilánimes.