A favor de quién

 

oyyo

 

Las lluvias apenas dan tregua. En San Antonio todo está encharcado y el arroyo de la Mina corre ladera abajo, tras detenerse un poco en el profundo chabarcón que sirviera para la molienda de la aceituna.

Las flores se pudren antes de abrir, les falta el sol. Sin embargo, las menos delicadas silvestres, que hacen que el olivar parezca una continuación del jardín, están como ebrias de tanta agua, hinchadas y grandes como nunca. Apenas se puede pasear por el olivar sin unas botas para el agua pues es tanta la que ha caído que te metes hasta el tobillo en la tierra reblandecida, hecha cieno.

Fui hasta el lugar en el que nace el arroyo para ver si el espino blanco estaba florecido o a punto de ello. Aún faltan unos días y algo de sol pero, si se dan las circunstancias, será una floración digna de verse. Tiene gracia este arbusto que mis manos, con ayuda de las tijeras de podar, convirtieron en árbol. Cuando se viste de blanco es una imagen tan tierna, tan hermosa en su sencillez, que resulta inevitable pensar en los ojos del gran novelista francés. Y sin embargo es impintable, o al menos así me ha resultado hasta ahora. No sé si un día seré capaz de trasladar a la tela su aspecto verdadero, sin trucos impresionistas, y poner ante quien mire las emociones que me suscita.

*

Es maravilloso para nuestros ojos percibir cómo la visión natural, referida a la pintura, nos ofrece cuanto podemos ambicionar o necesitar. Esa magia no descrita, esas leyes de lo visual que nadie ha compilado, hacen que la realidad se nos muestre siempre de la mejor manera posible para su traslado al lienzo o al papel. Tenemos una zona clara y necesitamos otra más oscura para que ambas entren en valor: allí está, como si alguien ya lo hubiese decidido y puesto para nosotros. Las zonas claras, pues, recortan contra oscuros y éstos sobre zonas claras, a su vez. Analizar visualmente el mundo que tenemos ante nosotros resulta fascinante por esa perfección de que hace gala, como si el Creador se hubiese entretenido en hacer que la luz juegue a favor de los artistas. No es extraño que, a veces, Zurbarán pintase de rodillas.

*

Para Lenin todo el problema consistía en hacer leyes que justificasen el terror. Tanto él como Trotski daban a éste un gran valor moral, por la capacidad disuasoria que inspira en los seres humanos. No hay peor tiranía que la del miedo ni tirano que no lo utilice. Lo que resulta paradójico es el enorme prestigio como intelectuales de estos dos hampones sedientos de sangre y venganza.

*

El compasivo y el autocompasivo pueden acabar siendo la misma persona, aunque no debería ser así.

*

La peor de las cobardías es el suicidio, además del mayor egoísmo, pues les dejas a los demás todos tus miedos para que te los organicen.

*

La tragedia esconde muchas veces la farsa o, al menos, puede anidar en ella. Así los intelectuales que acudían a observar nuestra guerra civil. Se puso de moda una suerte de turismo de guerra, protagonizado por gente que buscaba emociones fuertes para sacarse de encima el tedio habitual de sus vidas. Se instalaban en los mejores hoteles de la época, a costa de la oficina de prensa, en Valencia o Barcelona, como si estuvieran en los toros, para ver cómo se mataban nuestros padres o abuelos.

*

Un amigo italiano que tuve en la juventud, apellidado Gonzaga, nunca había visto los toros y quise llevarle en Madrid a una corrida con buen cartel. Observó muy emocionado cuanto pasaba en el ruedo y a la salida, tras un largo silencio que presagiaba una pregunta, me dijo: «Dime, Francisco: ¿los españoles vais a favor de los toros o de los toreros?». No debo añadir que se quedó muy mosqueado viendo cómo era yo preso de una risa incontenible.