Republicano e idealista

 

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Dos fotógrafos jóvenes, de parecida edad. Uno se queda por aquí, tratando de hacer carrera pegado a las influencias que resultan evidentes en las pequeñas mafietas que dominan la fotografía española. Imita a éste y aquél porque no tiene otro remedio si quiere medrar estando al día con lo que el ridículo mercado español demanda.

El otro, después del aprendizaje necesario, cogió una cámara y se fue a Haití tras el terremoto. De ahí pasó a Irak y ahora se encuentra entre Afganistán y Pakistán. Sus fotos son muy personales y no tiene necesidad de imitar a nadie pues la realidad, lo que tiene delante, se le impone con tal fuerza e inmediatez que no le deja dedicarse a las tonterías del estilo.

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Comiendo en Madrid en la sucursal de un conocido restaurante tudelano; sentados en la mesa contigua, hay tres personas, dos hombres y una mujer. Ella parece tener intereses en el mundo del arte moderno. Cita algunos nombres muy fashion. El que parece ser su marido o compañero sentimental aprueba cuanto dice y apostilla con algunos comentarios relativos a la alta rentabilidad de ese tipo de inversiones. Por la jerga parece financiero o bancario, en todo caso se dedica a manejar dinero ajeno. El otro, salta a la vista, es el pardillo que no sólo va a pagar la comida sino a comprarle unos cuadros a la dama.

Nada más falso que la alta rentabilidad de las inversiones en arte moderno. Sólo es cierto a una escala inexistente en nuestro país. Aquí un informalista de los 50-60 sigue valiendo más o menos lo mismo que costaba, de acuerdo al valor actual del dinero que se pagó entonces. Eso si se consigue vender, que no es sencillo, toda vez que las instituciones están saturadas con esas obras.

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Siento pánico cada vez que debo llamar a casa de mi amigo M. Es tan mayor que temo que, en una de las llamadas, me den la noticia definitiva. Lo conocí hace ya muchos años, una tarde que pescaba yo las truchas del río Escabas en la serranía conquense. Nos aficionamos el uno al otro después de aquel encuentro casual y me enseñó cuanto sabía sobre tan difícil actividad.

Fue republicano idealista y, según sus palabras, no participó en hechos sangrientos. Se puede afirmar que eso mismo dicen todos los que estuvieron en la guerra, en uno y otro bando. De hacerles caso aquí todos pegaron tiros al aire. Pero conociendo a M., mirando al fondo de sus ojos, sabes que en su caso es cierto. Hace unos años me regaló sus tesoros: el libro de Madame Chamberet y algunas otras cosas que fue acumulando a lo largo de su más que austera vida.

Fue represaliado tras la guerra y en una ciudad pequeña como Cuenca estuvo siempre marcado. Nadie hubiera osado darle trabajo asì que, para sacar a su familia adelante, tuvo que dedicarse a furtivear las truchas. Salía de la ciudad en bicicleta, sin luz y sorteando las posibles patrullas. La caña y aparejos los mantenía ocultos en la sierra. Al rayar el día, siempre vigilando, estaba pescando en aquellas tremendas barrancas. Fue así como se convirtió en un experto, en el mejor pescador en una provincia de buenos pescadores. Volvía de noche con las capturas y su mujer las escondía en el patio, en un pilón, bajo la ropa en remojo. Al día siguiente, bien disimuladas en un cesto, ella las vendía de casa en casa, a los compradores habituales, jugándose la denuncia.

Al cumplir los sesenta años, el hijo del que fue alcalde franquista de la ciudad y responsable de que M. nunca tuviese trabajo, lo colocó en una fábrica para que pudiese cotizar unos años y cobrar más tarde una pensión. La pesca los hizo amigos y M. es un hombre sencillo y sabio que se hace querer. Toca llamar para preguntar por él.

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Saliendo del Prado veo unas láminas de Botero que alguien intenta vender a los turistas. No es un pintor que me interese pero reconozco sus dotes de visionario: supo prever la epidemia de obesidad actual.

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Dime en lo que crees y te diré cómo eres. Interesante aserto escuchado por la calle o en algún otro sitio.

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Los cielos ya están muy claros y el campo seco. Hay una gran belleza, a pesar del calor, en la extensa gama de tonos dorados, amarillos y rosas. Aunque para alguien criado en el Norte, como yo, resulta inevitable echar de menos los cielos de agitadas nubes, furiosas, que parecen pelear unas con otras.