Debajo de las cenizas

 

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Cuando las cosas se pusieron esquinadas en la facultad, mi decano y yo decidimos emplear el coco en montar algo y hacerlo fuera del sistema universitario. Se echaban de menos en España cosas como la vuelta a la enseñanza por talleres y discipulaje que se estaban llevando a cabo con éxito en los USA.

Decidimos montar un centro avanzado de escultura, sólo para  alumnos que ya estuviesen rodados y hubiesen superado los primeros pasos y el taca-taca. Contábamos con el apoyo firme, y eso nos daba mucha fuerza, de buena parte del grupo de artistas que habían participado en el consejo de supervisión de la facultad y que andaban desencantados por la marcha emprendida desde los acontecimientos que dieron lugar al cese del decano.

Antonio López, Julio y Paco López Hernández, Eduardo Chillida y alguno más. La idea era sencilla pero potente: se montaba un curso con un escultor de oficio y calidad probada quien, además de la enseñanza teórica, ejecutaría una obra completa pues la verdadera enseñanza de los oficios artísticos no puede llevarse a cabo sin el hacer, el materializar -como se dice ahora. Ver trabajar al maestro, observar cómo resuelve de modo sencillo problemas complejos, es lo que realmente enseña y esa fue en el pasado la verdadera tradición en la enseñanza de las artes.

Las obras ejecutadas quedarían en poder del centro y constituirían la base para una futura exhibición permanente de escultura contemporánea. Con todo eso en mente visitamos al amigo que era entonces diputado cabeza de lista por la provincia en la que ahora vivo. Recuerdo la cita en la cafetería del Palace, frente al Congreso. Le gustó mucho el asunto y decidió darnos su apoyo. En los meses siguientes se entrevistaría con autoridades autonómicas tratando de venderles la idea.

Mientras tanto, mi decano y yo habíamos viajado a la ciudad desde la que escribo y, entre los edificios municipales que estaban entonces sin uso, encontramos uno que reunía todas las condiciones. Perfecto. Desde el ayuntamiento apoyaron pero no estaban en condiciones de financiar el arranque.

La cosa no salió adelante a pesar de que el amigo político puso toda la carne en el asador. Dependía del consejero de Educación y Cultura que había entonces, un hombre con muchas ideas propias aunque de muy baja calidad. No supo ver lo que se le estaba ofreciendo mientras él andaba enredado en algunos localismos sin vuelo o de vuelo bajo, como las codornices. Meses más tarde, el proyecto estaba quemado, podrido, y mi decano y yo resolvimos olvidarnos. Ambos reorganizamos nuestras vidas por otros caminos y mi amigo diputado consiguió para mí un trabajo que me gustaba y que, de pane lucrando, ejercí en los siguientes años.

Esta es la verdadera y pequeña historia de cómo se perdió para siempre el haber puesto a mi pueblo en el mapa de las artes. Perdida la ocasión, muertos algunos de aquellos artistas y otros demasiado mayores o escarmentados como para servir de soporte a nada que les comprometa, no se podría resucitar salvo por intervención divina y directa.

El consejero que no vio la operación, que tenía otros proyectos de menor calado y más rutinarios, acabó dejando la política -o la política dejándolo a él, a saber-, y su gestión ni siquiera tuvo, como dicen los empalagosos, luces y sombras sino una mancha tan oscura como esas nubes de tinta que ocultan el sol algunos días y nos ponen miedo en el cuerpo. Y en esa tremenda oscuridad seguimos pero con unos cuantos millones gastados en beneficio de algún artista que no era nadie o de otro que resucitó gracias a esas dosis masivas de gerovital en su cuenta corriente. Sólo que se trata de otra historia y mejor no remover cenizas pues, debajo de las mismas, a veces se encuentra abundante mierda.