Dos pájaros

 

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Era una visita inesperada. Hacia muchos años que no le veía porque fue uno de los que, cuando me marché de Madrid, suspendió la relación. Nunca hizo por verme, escribirme o llamar por teléfono. Años atrás habíamos coincidido en alguna exposición colectiva y nos visitamos cuando él vivía en un pueblo de Valladolid y yo veraneaba con mi familia en otro de Palencia. Recuerdo haber hecho juntos un viaje a Santander para asistir a un curso en La Magdalena sobre arte reciente. No se entendía bien por qué estaba allí, en mi casa, como si fuéramos los mejores amigos del mundo.

No era un tipo que me pareciese fiable. De naturaleza intrigante, solía hablar mal de la gente a sus espaldas y era del último con quien estaba. Por eso no quise profundizar la relación. Fui consciente, también, de que tanto interés hacia mi persona no estaba determinado por mi pintura sino por el lugar que ocupaba junto a otros críticos jóvenes que escribían entonces en periódicos importantes.

Había, para rematar, algo viscoso en su manera de producirse socialmente. Aquellos labios salivosos y la barba de Sandokan hablaban tanto del modo que adoptaban sus relaciones con los demás como de la alta estima en que se tenía.

Sin embargo allí estaba. Me habló de sus penas, de cómo lo había dejado tirado su mujer -la única que trabajaba en casa- y en un gesto que quería, al mismo tiempo, inspirar lástima y hacerme gracia, me enseñó el forro de su chaqueta de diseño y la suela de sus zapatos.

Se trataba de que le ayudase a entrar de profesor asociado en la facultad. O eso o tendría que ponerse a mendigar. No tenía estudio y sus pinturas quedaron abandonadas en la casa del pueblo, propiedad de la mujer. Vivía ahora de la caridad de otra.

Me ablandé pero teníamos un problema: el plazo de presentación de solicitudes había terminado tres días atrás. Llamé al decano y le puse al corriente. Después fuimos a mi despacho -era entonces secretario- y le ayudé a rellenar la solicitud. Arreglé lo de la fecha de entrada de documentos y, como yo estaría en el jurado de selección, podía decirse que la cosa estaba hecha.

Hubo sableo económico -llevadero- hasta que pudiese tener una nómina. Luego desapareció y no volví a verle hasta el día en que se incorporó al equipo docente. Es el mismo tipo que, el día de su estreno, salió investido decano por circunstancias que expliqué en la anterior entrada. El mismo, también, que nos persiguió con verdadera saña, al punto de hacernos la vida imposible. Se convirtió´en el hombre duro del rector provisional, aquel informático, el que nos colocó a la amante que cobraba y no daba clase.

No me importó lo sucedido, más allá de las evidentes molestias personales y la sensación de ser completamente estúpido, porque nunca fuimos amigos. Unos años más tarde, cuando todavía era decano, coincidió en el Círculo de Bellas Artes de Madrid con un amigo mío -este sí- que ocupaba a la sazón un importante cargo político en el partido gobernante. La caricatura de Sandokan, sin saber de la amistad que nos unía, se puso a hablar mal de mí y mi amigo le pegó un corte seco, tajante. Al parecer se arrugó como una pasa.

*

Estábamos muy interesados en darle aire a la facultad. La única manera de hacerse notar, de ofrecer cosas desde un centro de enseñanza nuevo y provinciano, era hacerlas bien y contar con gente de primera fila. Y con los amigos, muy importante contar con los amigos cuando eres tú quien organiza y reparte dinero. Unas conferencias espléndidamente pagadas para aquel tiempo.

Los alumnos no debían sentirse en inferioridad de condiciones con relación a otras facultades ubicadas en ciudades grandes. De hecho, puesto que éramos un experimento, podíamos hacerlo mejor. Propuse un listado de conferenciantes cuyos nombres no vienen al caso pero que abarcaban desde la literatura a la filosofía, pasando por la música. Y tres amigos, de los cuales sólo uno era conocido entonces.

A los otros dos les vendría bien tanto el dinero como la ocasión. Y salió a pedir de boca, aunque el conferenciante de música -un nombre imprescindible- decidió aburrir a los alumnos con la segunda Escuela de Viena, empeñado en que debían comprender el lenguaje dodecafónico.

En tal circunstancia, entre clases y actividades extra docentes, decidimos montar una exposición con obras de los artistas supervisores de nuestro trabajo, firmas de primera todos ellos por entonces. Había que hacer un catálogo más que decente y propuse el nombre del amigo que se ganaba parte del cocido con la tipografía y el diseño gráfico, aprendido con provecho junto a Diego Lara.

Facilité todo el material. Textos, fotos y el resto de cosas necesarias. Un día recibimos de la imprenta los primeros ejemplares y, tanto en la portada como el interior, el diseñador se había equivocado con el apellido de uno de los expositores. Un hecho muy grave pues la tirada estaba hecha y sabido es cómo se las gastan los artistas con ese tipo de cosas.

El decano tiró de teléfono y se puso a hablar con el diseñador. Yo estaba presente pero no oía a la otra parte. Lo que sí percibí es que había algo raro en la mirada de mi superior quien, inmediatamente, accionó el manos libres para que oyese la conversación. Escuché al amigo decir sin pudor que la culpa había sido mía, que le había facilitado mal los datos. Cogí el teléfono y, con una ira que apenas podía contener, pedí explicaciones. Farfullando, sin saber qué decir, el amigo no era capaz de repetir lo que acabábamos de escuchar. No había disculpa posible pues era conocedor de que nunca hubiera podido yo equivocar el nombre del artista, con el que mantenía una estrecha relación desde bastantes años atrás.

La cosa quedó solucionada -mal- porque llamé personalmente al artista y le manifesté nuestro pesar por haber caído en tal error, pero como siempre fue -y lo sigue siendo- un hombre longánimo y benévolo me dijo que no tenía importancia, que le divertía el cambio de apellido.

Por mi parte, continué siendo amigo del amigo. Y aunque no era la primera vez que enseñaba la patita seguí atribuyéndolo a la necesidad, a la falta que le hacía el dinero. Comprendí, cerré el tema y las cosas entre él y yo siguieron bien hasta la siguiente, que fue bastante más gorda.

 

khhl