Salón Cano

 

elbarberodelpapa

 

La ignorancia es osada y nunca tanto como en la juventud. Hace muchos años, recién llegado a Madrid desde la oscura provincia, encontré una galería de arte llamada Salón Cano. Lo de salón me sonaba muy mal y colocándole el apellido me daban ganas de salir huyendo. No sé si alguna vez osé pasar de la puerta o fue desde el escaparate que vi unos cuadros azucarados en marcos rimbombantes.

Eran los tiempos en que Macarrón tenía su tienda-galería enfrente de Edelweiss y Natalia, la gitana que posó para Julio Romero de Torres, esperaba por el barrio a los estudiantes de bellas artes para decirles: «Seguro que lleva un retrato mío en el bolsillo» ya que salía en los billetes de veinte duros, que era bastante dinero pues se podía comer por 6 pesetas en algún restaurante de lo que hoy llaman, con tanta cursilería, Barrio de las Letras.

Lo cierto es que estaba entonces por la vanguardia, por el rompe y rasga, y todo eso me parecía restos envilecidos de un pasado canalla, en el mismo nivel que las esculturas de Ávalos o las pinturas de Pedro Mozos. Un arte que no daba más de sí, o mejor dicho, que hacía mucho tiempo que no lo era, que sólo se mantenía por la incultura generalizada de España y aquel Régimen de caspa en cuello militar y hortera con transistor.

Días atrás, buscando modelos de marcos para mis cuadros, me topé de nuevo con el Salón Cano, aunque ya no se llama así. El nombre surgió a partir del enmarcado del Ferdinando de Velázquez, una moldura de tipo holandés con un filo de pan de oro. La han hecho los actuales propietarios del Salón Cano en su taller. Ya no exponen pinturas y se dedican a lo que hicieron sus antepasados: hacer marcos artesanos para pinturas muy importantes. Tanto que casi la mitad de los cuadros del Prado los han enmarcado ellos, comenzando por Las Meninas. Hay que fastidiarse.

Resulta que el tal Cano fue un enmarcador amigo de Sorolla, quien le animó a poner negocio y le dio algunas buenas ideas para crear molduras dignas de sus propios cuadros. Todavía te las hacen si quieres y puedes pagarlas. Trabajan con los mismos sistemas manuales de los marquistas clásicos y en la madera que se precise. No quiero pensar que el marco de Las Meninas sea realmente ébano africano pues, con ese tamaño, debieron remover todo el continente para encontrar el árbol.

Al Salón Cano le pasó lo que a Eugenio D’Ors: que todo muy bien pero los buenos se habían muerto o marchado. Y con tales mimbres ya no era posible hacer buenos cestos. Por mucho que lo intentara Xenius con sus Salones, Vázquez Díaz no era Picasso. El país quedó desarbolado tras la espantosa guerra y, aunque no guste, hubo que esperar a la gente de El Paso –y un poco más tarde a los realistas– para que entrar en una galería de arte no te cortara la digestión.

Sí, claro: Solana y Sánchez Camargo; pero a mí Solana me parece un pintor más interesante por lo que parece que por lo que hace. Esa parte ilustración, hasta tebeo en sus peores momentos, me fastidia e impacienta. Es otro de esos pintores, como Romero de Torres, que pinta para gustarle a los escritores. Pintores que ganan mucho cuando se les pone por escrito pero no aguantan una mirada algo exigente.

Pues sí, uno de joven fue tan estúpido como corresponde. Y pensé que no valía la pena entrar en el Salón Cano y hoy me arrepiento de no haberlo hecho, no por las pinturas –que seguro eran muy malas– sino por unos marcos tan espléndidos y porque alguien me hubiera contado anécdotas de Sorolla, un placer prohibido entonces –la pintura del valenciano–, que no quise evitar.