A. vivía en Nueva York con su mujer brasileña cuando al músico Sting le dio por difundir la causa de los indios amazónicos. Se organizó una buena entre ruedas de prensa y preparativos para un concierto de los que hacen época. Trajeron de la selva a tres aborígenes de una tribu bastante belicosa pero no dijeron ni pío, más que asustados por la ciudad y el tremendo frío. Los movían a todas partes en taparrabos y con sus plumas de ceremonia pero nadie parecía tener en cuenta que estaban habituados a la eterna primavera húmeda del inmenso boscaje.
A. y su mujer trabajaban en la organización y se los llevaron a casa. Los indios sólo chapurreaban un poco de portugués y su incomprensible lengua nativa y, de todo aquel jaleo, lo único que habían entendido es que iban a recibir dinero. La mujer de A. comprendió muy rápido lo que pasaba y les puso unas palanganas con agua caliente para que metiesen los pies. Los hombres se dormían con el calorcillo y no querían ir a ninguna parte. Tuvieron que organizar las cosas para que, cuando los llamase Sting al escenario, sacaran los pies de las palanganas y accedieran a saludar al respetable.
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Detestaba al padre de tal modo que no podía estar cinco minutos a su lado sin discutir. Todo cuanto el viejo decía le sentaba mal o no estaba de acuerdo. Después de enterrarlo comenzó una interesante transformación: se puso a imitarlo en la forma de hablar, en el atuendo y en los pensamientos. Ahora anda como él y hace las mismas muecas.
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Se ha dicho que el dibujo es la honestidad del arte como si no se pudiera ser deshonesto con un lápiz en la mano. Depende: cuando se utiliza para estudiar es más bien el bisturí con el que separar la realidad en trozos.
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Beevor, en su libro sobre la Guerra Civil española está muy lejos de ser el historiador objetivo de La Caída de Berlín y Stalingrado. No ser partidario del nazismo y el comunismo resulta fácil, lo complicado es meter el filo del cuchillo entre compatriotas que se matan como perros, con razones en uno y otro bando.
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Tras las enloquecidas sacas de ciudadanos para darles el paseo sin más (venganzas personales generalmente) los comunistas pusieron un poco de orden y, tras torturar a los detenidos en las chekas, los llevaban ante un Tribunal del Pueblo que, cien de cien, los condenaba a muerte. Para ser criminal y reo de fusilamiento era suficiente pertenecer a un partido político de derechas, ser creyente, haber nacido en una clase social que no fuera la proletaria, tener ideas contrarias al comunismo o llevar corbata. Las instrucciones eran claras: incluso en una playa, en bañador, podéis distinguir a los derechistas.
Los anarquistas, que odiaban la burocracia, fusilaban sin más. Los sublevados practicaban ambas modalidades, faltos de prejuicios y sin hacer ascos a ninguna.
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Caminábamos por la cañada, camino de Santa Cruz, cuando pasaron unos ciclistas jóvenes haciendo cabriolas con sus bicicletas. Una chica joven y muy hermosa caminaba desnuda, con una manta sobre los hombros. Nos miramos y uno de los dos preguntó si es posible recuperar la juventud. No, es algo que sólo pasa una vez y –como sucede siempre con el presente–, no se puede saber qué terminará por provocarnos ataques de melancolía. Después, ya despiertos, nos consolamos con un largo y cálido abrazo.