Detalles

 

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Habitualmente no me gusta el detalle en la pintura, prefiero la sugerencia del mismo dejando sitio al espectador y aprovecharme del mecanismo visual –tan asentado en la especie– que consiste en que si nos dan dos datos ciertos colocamos el siguiente en su sitio sin la menor dificultad. Los psicólogos de la Gestalt lo investigaron hasta donde pudieron pero hoy sabemos bastante más gracias a la tecnología. No obstante es un conocimiento muy viejo que en la pintura se manifiesta con rotundidad en el Cinquecento con la oposición de las escuelas florentina y veneciana.

No hay pureza en el asunto pues, a pesar del enfrentamiento teórico y formal, una y otra escuela terminan contaminadas con los postulados del adversario. Algo similar me sucede con las obras hiperrealistas: si habitualmente me enfada y aburre a tiempo completo el exceso de detalle –y no le doy más valor que a un bordado de mérito o la joyería de filigrana– algunos autores consiguen convencerme de que el detalle es necesario en su obra. Son pocos y, entre el filo de bisturí de un bodegón holandés de cualquier Van Bogen y el temblor de la luz en Chardin, me quedo con lo segundo.

A detalle no fotográfico (la mayor parte de los hiperrealistas son deudores de la fotografía) ninguno de estos le gana al joven Rembrandt. El suyo es un detalle visto y sentido, hecho en presencia del modelo. Me refiero a esos retratos de tres cuartos que están tan vivos y bien pintados que de verdad podrían los personajes salir hablando. En ellos el detalle –principal enemigo de la luz general del cuadro– no crea conflictos visuales y está siempre dentro de la escala cromática de la obra, formando un acorde entonado.

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A la gente le encanta el circo y suele pensar que el detalle es algo muy difícil y buena prueba de la excelencia de la obra. No es exactamente así. Hay un detalle realmente difícil de hacer –el que está bien entonado en la luz general del cuadro– y otro, desentonado y duro, que es tan fácil como aplicarse un poco y no ser zote.

La gente suele escandalizarse cuando dices que Renoir es un bluff completo, de principio a fin. Ha sido icono del impresionismo durante tantos años, ha tenido valedores de tal importancia, se ha coleccionado tanto y a tales precios que decir esas cosas te hacen parecer chalado o que no te enteras. A ver cómo explicas ahora por qué La Tour te parece un pintor menor y sobrevalorado.

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Pintar no es un acto independiente del sentir. Cuando tratas de hacer un paisaje vas muy mal si no percibes el temblor de la Creación y la inmensidad del Misterio. O eso o estás haciendo topografía en colores.

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Pero sí, los pintores-hormiga (como los escritores-hormiga) pueden tejer su lienzo hasta que parezca que puedes ver el mundo. Date cuenta, sin embargo, de que tales paisajes no suenan sino que reina en ellos el silencio de lo muerto. Termina siendo muy triste.

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Se dice con cierta frecuencia (o se decía, porque ya me resulta imposible pensar en lo que puede andar por la cabeza de los artistas modernos actuales) que los artistas necesitan vivir en el pasado, como si se hubieran quedado enganchados para siempre en el culto romántico por las ruinas. Están siempre dispuestos a armarla cuando cambian algo de sitio, tiran una casa o asfaltan un camino. Puede que detrás de esa necesidad de conservar las cosas –que no forma parte sólo del ideario romántico sino que está en el mito de la Edad de Oro, el Paraíso Perdido y otras construcciones mentales– lo que alienta es la necesidad de la especie humana de fijar el tiempo.

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Es prisa lo que te entra, una prisa exagerada, no tanto por acabar como por empezar obras nuevas. Conoces tu cuerpo mejor que nadie y sabes que hace sólo un año esa cuesta no te cansaba tanto. Notas que el paso se ha acortado y el andar ya no es decidido. No te aburre la gente pero le dedicas menos tiempo. Menos tiempo y menos amigos, o todo el tiempo que quieres dedicar a los amigos se lo dedicas sólo a unos pocos, cada vez más escogidos. Las personas que ya conoces, no tienes ganas de conocer más.

Lo anterior se refiere a la vida real. La del ordenador es otra vida, es el tributo que se paga por haber elegido vivir en un medio pequeño: necesitas la inteligencia y brillantez de los otros para sentir que, además de la vida inmediata, sigue existiendo lo que dejaste atrás.

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Has entrado en una edad en la que ya no tienes miedo. Pasaste mucho desde que tienes memoria aunque lo perdiste cuando estuviste muerto unos instantes. Después reapareció tan callado como una serpiente. Se ha ido y no sé por cuanto tiempo.

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¿Por qué entretienen tanto los crímenes, algo tan horrible y repulsivo? Cuanto más abstractos son, más desligados de la realidad y más juego de ajedrez, resultan más distraídos de ver o escuchar. El crimen de verdad no es entretenido y, si capta nuestro interés, es por la tranquilidad que nos aporta de que no somos la víctima ni nadie que conozcamos.