Se trataba de ir a Monfortinho

 

La vega desde la catedral. Coria.

 

Esta entrada debería ser como el libro de Juan Rulfo: una y derecha a la inmortalidad. Eso, al menos, es lo que me decían las musas durante mi sueño de esta noche. Desperté, repasé mentalmente el comienzo y me dije que sí, que no era para menos. Por desgracia para todos no será así porque no recuerdo ni palabra de lo que me inspiraron. Una verdadera lástima.

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Ayer se trataba de ir a Monfortinho y visitar las termas. A Portugal se puede entrar por diversos sitios desde mi región pero nunca lo había hecho por ese punto. Hay que llegar a Coria y de allí a Moraleja y, antes de seguir a Zarza la Mayor, tomar la carretera que lleva hasta el lugar.

El comienzo del trayecto es muy cómodo porque, con esa megalomanía propia de quien gobierna una región durante 28 años, hicieron una autovía para unir la A-5 (Madrid-Lisboa) con los pueblos de Plasencia y Coria. Una autovía magnífica, con poco o ningún tráfico y que, si continúa, morirá justo en la frontera portuguesa pues nuestros vecinos no tienen el menor interés en gastarse los euros para dar salida hacia España a la escasa población que desde aquellos parajes se comunica con nosotros.

Llegué a Monfortinho a la hora de comer y entonces me di cuenta de que ya había estado allí hace unos años cuando, volviendo de Oporto o Guimaraes, me confundí de carretera y en lugar de ir hacia Castelo de Vide acabé en este otro pueblo de la raya.

Monfortinho son dos lugares: la zona que ha crecido en torno a las termas y el pueblo propiamente, que está unos kilómetros más adelante. En las termas quedan restaurantes, pensiones y hostales muy venidos a menos ante la pujanza de nuevos negocios. Pienso, equivocadamente, que donde mejor y más sano puedo comer es en el restaurante del aceptablemente lujoso hotel que hay sobre las termas.

No hay nadie en el comedor pero se está bien. Está limpio, brillante y con notas de verdadera elegancia junto a otras que no lo son tanto. Un gran ventanal que da al jardín en ladera hacia las termas y el zureo de una pareja de tórtolas turcas completan la escena. Del comer mejor nos olvidamos. Basta decir que el cocinero era uno de estos que han ido a la escuela correspondiente y piensa que uno se puede comer tranquilamente, sin que su estómago -que tantas terminaciones nerviosas tiene- se altere, un dueto de porco preto sobre risotto de trompetillas (hongos), unas lonchitas de chorizo y unos tostones de pan remojado en algo que no pude identificar. Eso, en lugar de un honesto filete de cerdo ibérico con guarnición de arroz con trompetillas, que hubiera sido lo adecuado y lo que me hubiera sentado bien. La camarera, servicial sin servilismo, me indicó que las termas no se podían visitar hasta las cuatro, así que me demoré todo lo que pude antes de bajar por el jardín, verdadero parque de árboles y por ello sin flores, hasta un naranjal con bancos que hay enfrente.

Tenía idealizado el asunto y pensé en un balneario decadente, finisecular, un poco a lo Baños de Montemayor antes de que le metieran piqueta y lo cambiaran. Por supuesto que no imaginaba uno de esos fastuosos hoteles balneario de Karlovy Vary, tal cosa ni siquiera en Portugal. El caso es que no, que lo más bonito que tienen las termas es el naranjal, que es gratis, que produce toneladas de naranjas exquisitas y que te hace pensar en el aprovechamiento que tendrán y por qué no ofrecen en el hotel su deliciosa carne, jugo y confitura.

Las termas son relativamente modernas (¿años 80, 90?) y todo está bien diseñado, como suele ocurrir con la arquitectura portuguesa contemporánea. Lo mejor es una gran pila que hay en el patio central, con un surtidor rebosante, una pila verdosa sin llegar a verde rana, que tal vez hubiera sido lo suyo.

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Salí de Monfortinho hacia el interior a las cinco de la tarde portuguesas. La idea era llegar a Monsanto. Pasé por Penha Garcia, una fortaleza diminuta en lo alto de un cerro, mirando un paisaje que no tiene nada que ofrecer, -salvo las mimosas en flor, más floribundas que las españolas-, pues se trata de terrenos reforestados con pinos miserables y eucaliptos. Sólo el blancor deslumbrante de los pueblos descolgándose de los cerros anima la vista de tarde en tarde.

Monsanto es otra de las fortalezas árabes que coronan picachos rabiosos. Este ya no es que sea un pueblo en ladera sino una cuesta tan pronunciada que los bolos graníticos deben rodar de tiempo en tiempo desde lo alto, aplastando lo que encuentren a su paso.

La cuesta, única y muy empinada, estaba llena de gente como yo tratando de dejar el coche para subir los últimos cientos de metros a pie, salvo que yo no tenía el menor deseo de andar otra vez cuesta arriba, así que eché un vistazo rápido, me hice cargo de lo que había y paré en la parte más baja del pueblo, donde debe vivir la gente acomodada.

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La idea era parar en Coria y enseñar a mi acompañante las fachadas de la catedral, sus célebres grietas por las que cabe un niño en su parte más alta; la vega del Alagón, un río que bordeaba la catedral antaño y que cambió su curso a causa de la sedimentación de lodos que son ahora, precisamente, los que dan formidables cosechas, y que dejó en ridículo al puente viejo, cuyos tajamares ya no sirven para desviar las aguas de sus pilares porque se encuentran en seco y el cruce se hace por dos puentes modernos que hay aguas arriba.

Después, cómo no, a ver el estado de ese palacio que fue de la casa de Alba y después de los Sánchez Mazas y que lleva en venta al menos diez años. Un poco más a la derecha, la casita que compró Sánchez Ferlosio y que permanece cerrada desde hace tanto.