A cien metros escasos

-A este hombre se lo encuentran muerto cualquier día.

Era un hombre anciano, diminuto, con cara de hobbit, y había trabajado de camarero toda su vida en un bar famoso por sus tapas que cerró hace muchos años, cuando murieron los propietarios. Desde entonces estaba ocioso. Salía a la puerta de su casa, minúscula como él, a tomar el sol los días buenos y durante el invierno no se le veía. Era muy reacio a las fotos, aunque le robé alguna sin mayor interés, que es lo que suele pasar con las fotos robadas, que para una que vale hay más de mil que no sirven. Me hubiera gustado retratarle para mi colección de vecinos, de habitantes del sitio en el que vivo, pero no se dejaba. Ya digo que veía una cámara y salía escopeteado intuyendo certeramente que a individuos tan feos como él sólo se les hacen fotos como curiosidades raras. Los feos, los locos, todos aquellos seres en los que la vida ha dejado señales son más queridos por la cámara que las personas de vida regular, de piel satisfecha. Le pasó a Avedon con sus fotos del Oeste norteamericano, que al final son una colección de gente rara, tanto que un millonario tejano -indignado por la visión del Oeste que aquellas fotos narraban- decidió ponerle querella tras querella hasta amargarle la vida. Pero Avedon no tenía culpa de nada porque un Oeste de gente satisfecha carece seguramente de interés fotográfico. De ahí sus homeless, putas, cajeras, camareras, apicultores albinos y otros raros y preciosos especímenes humanos.

A este, que no sé cómo se llamaba aunque vivía a escasos cien metros de mi casa, me hubiera gustado subirle al estudio y haberle hecho varios retratos con la 20×25, tratando de salvar su imagen para los años venideros. No ha sido posible pues hace unos días encontré la casa abierta, con las ventanas estampanadas, y todo lleno de precintos de policía. No he preguntado porque conocía la respuesta: finalmente se había muerto y lo habían encontrado por el mal olor de la cadaverina. Ayer estaban violentados los precintos cuando volvía de mi paseo matinal. Seguramente los buscadores de dineros enterrados. Pienso ahora en mis vecinos, en la gente que vive alrededor, y sólo hay dos personas jóvenes entre ellos. Son mayoría los ancianos, gente que vive sola, con los hijos en Madrid, y que dejarán mi barrio convertido en un lugar apenas habitado porque las casas, -antiguas unas, viejas la mayoría- no son como para que nadie venga a habitarlas. El pueblo se está muriendo y yo ando como si tal cosa.