La sangre de Tartesos

 

 

Hace unos días murió J. aunque no sé si la palabra morir es mucho decir pues se quedó dormida y no se enteró. Dios ha sido compasivo dándole una buena muerte tras la vida tan aperreada que había llevado. Un marido ciego, alcohólico y brutal que la maltrataba, una hija ausente pero que le dejó el fruto de sus amores, -un retrasado mental profundo que gemía como un animal- y ahora, con la crisis, hija y nietos -muchachones como armarios- que vivían de su pensión asistencial. Una santa anónima porque llevaba todo eso sin sufrimiento aparente, no me atrevo a decir que con alegría pero tal vez sea el término adecuado. J. es de esas almas que no han de esperar juicio alguno, derecha al cielo como un cohete.

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En tierras de la Serena, entre Quintana y Zalamea, existen los restos de un santuario prerromano cuyo nivel más profundo es tartésico. Nadie sabe qué hace eso ahí y qué guardaba tan sagrado como para perdurar más de dos siglos recibiendo culto. Hay un altar de sangre del que algunos opinan que reproduce la forma del símbolo de los metalúrgicos egipcios. Algunos investigadores recientes ligan el santuario con Tarsis, la ciudad de los Atlantes, hoy ubicada entre las marismas de Doñana y el mar.

Todo es misterioso en torno a Cancho Roano, desde el foso que circunda el santuario o templo hasta el modo en que desapareció en el V a.C. en un incendio del que se ha dicho que fue intencionado. Rodean la parte central, lugar de la deidad y de los sacrificios, hasta veinticuatro estancias en cuyo interior aparecieron muchos enseres carbonizados y objetos de tipo orientalizante, denotando el intenso comercio con los pueblos del Asia Menor y Egipto.

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El día era caluroso pero con una brisa agradable que refrescaba el ambiente y que impedía que las avispas, de las que el tapial que componen sus muros está plagado de nidos, saliesen a molestar. Ni un alma durante nuestra estancia, más allá del guarda que abre y cierra el edificio anejo, moderno, que sirve para explicar al visitante los pormenores del yacimiento y que pomposamente llaman Centro de Interpretación.

En la soledad de estos campos es imposible no pensar en lo vulnerables que son lugares de tanta importancia -es el mejor yacimiento tartésico hasta la fecha- y en lo fácil que sería volcar algunos muros de tapial en una noche pasada de alcohol. Fragmentos hay de mírame y no me toques que un niño podría derribar. Sólo la ambición turística, esa peste de nuestro tiempo, hace que se dejen descubiertos y desprotegidos bienes históricos de tal alcance. Cómo entiendo a esos arqueólogos que son partidarios de volver a enterrar lo encontrado tras el estudio y documentación, convirtiéndolo en asunto de especialistas.

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Rematamos el día comiendo en un chiringo que hay a orillas del pantano de Orellana la Vieja. Mucho sabor local y moscas, sólo compensado por la vibración intensamente azulada, cual pupila color miosotis, del reverbero de la luz en la superficie del agua.