Anónimos

 

 

-Oiga, usted juega conmigo: pone en su blog unas obras de Twatchman o Homer y no les coloca un pie de autor diciendo de quién se trata. También lo hace con las fotos que coloca. Es muy raro que cite a los autores.

Se trata de ilustraciones, no de instruir a nadie sobre autores que son del dominio público y que un conocimiento somero del arte debería ayudar a identificar sin problemas. Pero hay una intención ya comentada: yo no creo en los autores sino en las obras, no participo de ese mito romántico y vanguardista de que lo importante es el autor y lo que bulle en su cabeza. Lo segundo porque suelen bullir tonterías y porque el proceso de ejecución de una obra es dominado por el cerebro inconsciente en un 90 por ciento, con lo que atribuir la misma a unas decisiones racionales de quien la hizo no tiene mucho sentido.

La obra posee una vida autónoma, independiente de la de su autor. No entiendo la obra como fruto de una biografía, otro de los mitos actuales, sino en los términos señalados arriba: un proceso de decisiones tomadas en su mayor parte por el cerebro inconsciente. Y eso va desde la elección del tema, que está previamente elegido -antes de que la parte razonable de nuestro cerebro tenga nada que decir- hasta la elaboración misma. La sensibilidad del autor, lo que realmente importa junto al modo en que -mediante técnica- se hace entender por otros-, es universal si resulta acertada y concierne a muchos. Una obra que concierne a pocos suele ser el resultado de operaciones mediáticas que nada tienen que ver con el arte.

Se puede afirmar que la obra siempre es mejor que su autor, contingente, fallido y mortal. Nos importa un bledo quién esculpió una hermosa cabeza romana, en el sentido del arte. La autoría es algo que puede y tal vez debe preocupar a los historiadores, que necesitan cosificar el arte para objetualizarlo y convertirlo en pieza de museo, de un museo entendido al modo actual: un espacio en el que «echan» cosas, como podría ser cualquier otra forma de espectáculo. Para el que sabe paladear una obra por sí misma, sin ayudas, chuletas ni muletas, la autoría es un hecho secundario.

Las grandes obras maestras están llenas de errores. No para nosotros, pobres ignorantes, sino para quienes las hicieron. Ningún autor queda plenamente satisfecho y todos saben dónde y en qué fallaron, algo que para nosotros resulta invisible, asombrados por la perfección y claridad con que la obra se nos ofrece. Si un autor quedase plenamente seguro de haber acertado en todo, estaría desfondado e incapaz de seguir pensando en obras futuras, o sintiendo la necesidad de continuar, lo que sería más acertado.

He conocido críticos reputados que necesitaban saber de qué o quién se trataba, antes de aplaudir. Se trata de gente con mucha información pero incapaces de distinguir la buena entre seis obras diferentes. Falta de ojo -el arte, aunque ahora no guste, entra por los ojos- pero también falta de sensibilidad para las obras. Son como los coleccionistas de sellos o monedas: todo es irrelevante con tal que sea el de Isabel II con el escudo al revés, una anomalía valiosa.

Es notable, al respecto, cómo los historiadores de arte clásico fallan escandalosamente y son presa fácil de las copias de taller o las falsificaciones antiguas. Si no fuera por la moderna tecnología aún habría más falsos en los museos de los que hay. Sólo un ciego, aunque todos los elementos históricos coincidan, puede confundir el retrato del duque de Lerma a caballo que hay en el Prado con algo pintado por Rubens.

Por todo ello, porque fui educado en el valor de las obras y no las autorías, porque no sufro ante los anónimos y porque, de algún modo quiero preservar esa forma de ver, raramente coloco pies de autor. De hecho sólo lo hago cuando resulta obvio. Y hay muchas otras razones que no caben aquí, una simple entrada de blog.