Una gran dama (de Elche)

 

GDE

 

Dice una gran dama del arte español moderno que carece de formación específica para entender el arte pero que su padre le dijo que tenía que ser la mejor en aquello que emprendiese. Si carece de formación y tampoco tiene ojo (que es un don muy escaso, como el oído absoluto en música), ¿qué tiene entonces? Sólo una respuesta: dinero.

Y asesores, claro. Gente que le dice lo que ha de comprar; o sea que está en la pomada, lo que resulta curioso no siendo precisamente judía.

Tuve un pariente de otro pariente que compró entera la última exposición de Gutiérrez Solana en aquella Galería Estilo, hoy desaparecida. A él no le gustaba la tantas veces tétrica pintura de este autor pero tenía mucho olfato para los negocios y se fiaba de su informante. En casa de uno de sus herederos (si no lo ha vendido ya) había un cuadro que representaba una puta color cera de iglesia pobre aseándose las pudendas partes en un bidet. Lo tenían cubierto con una cortinilla corredera y sólo lo descubrían cuando llegaba a su casa algún entendido o estudioso de la obra solanesca.

Esta mujer, de la que hablo al principio, miente. Resulta obvio porque estuve allí y recuerdo su llegada e historia con pelos y señales. Pero no miente para engañar a gente como yo sino a quienes no la conocen. Es con esa clase de gente con los que puedes reescribir tu biografía para que encaje en el perfil exacto que desean aplaudir. No es inteligencia pero sí una buena dosis de astucia, algo natural en quien tiene cara de roedor (y la cara sigue siendo el mejor espejo del alma).

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El arte no es la realidad sino su metáfora y desplazamiento. Por ello, tan importante o más que lo que se pinta es lo que no se pinta, lo que queda fuera. Parece de Pero Grullo pero en hecho tan sencillo se contienen muchas de las claves que explican al autor.

Cualquier forma de pintura es deshonesta (ya dijo Nietzsche que no hay nadie tan fácilmente corruptible como un artista) salvo la que se hace para comprender. Cuando se ha perdido tal curiosidad por las cosas del mundo y la forma en que se puede saber más sobre ellas, ha llegado el estilismo, el juego, la banalidad, la estupidez, la investigación o cualquiera de esas frases chorras que utilizan los críticos. La honestidad en el arte es, nada más y nada menos, eso: comprender el mundo, los seres y las cosas, a través de la mudez, de lo que siempre se ha resistido a ser lenguaje.

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Parece que el destino del artista es construir lenta y trabajosamente su propia soledad para asfixiarse dentro. Ese es su destino y no tiene nada de extraño que, cada cierto tiempo, entren en crisis creativa, que no es otra cosa que la resistencia a convertir su manera de ver el mundo en estilismo, esto es, en producto comercial identificable.

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El ser humano sólo puede ser visualizado como un menesteroso, un tullido ciego que arrastra los pies mientras puede, tanteando las cosas sin llegar a comprenderlas por completo. Ansía la eternidad pero, de ella, sólo conoce los muñones.

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Se ha hablado y se habla tanto del gen egoísta que resulta imposible entender, desde esa manera de mirar el mundo -por completo materialista en un sentido pueril- las evidencias antropológicas del cuidado de ancianos y enfermos por nuestros antepasados remotos. Tales cuidados no son convenientes para el fin último propuesto para el gen egoísta: la perpetuación de la especie. Hubiera sido más consecuente dejarlos atrás, al cuidado de las fieras. Un anciano o un enfermo apenas pueden devolver nada al grupo, ni servir de ayuda para la caza de animales comestibles o la recolección. Hay pues, en tal gesto, elementos nuevos que nos separan de los animales -que nos permiten superar nuestra naturaleza y pasado- para entrar en el terreno de la compasión y los gestos gratuitos que sólo procuran bienestar a los autores de la buena acción y a quienes la reciben. El colofón de todo ello son los ritos funerarios y el arte, igualmente gratuitos y sin relevancia alguna en nuestra perpetuación como especie.

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Leo últimamente en una de las revistas de ciencia que recibe uno de mis hijos que sólo el seis por ciento de nuestra actividad cerebral es consciente. Eso enlaza con otras investigaciones no menos interesantes en las que se afirma con hechos que nuestra actividad inconsciente camina mucho más deprisa que la consciente, desesperantemente lenta. Tal predominio de la actividad inconsciente podría servir para que alguien estudie el Mal desde esa perspectiva pero también la actividad artística.

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Las figuras descoyuntadas del Greco, de tal modo que cuando miramos sus cuadros sólo vemos al autor y sus opiniones. El arte debe opinar sobre el mundo pero con algunas precauciones porque, cuando se opina demasiado, se cae en la bobería.

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Una verdad incuestionable: el limón ha de ser estrujado para ofrecernos su zumo. De ahí la conveniencia de tener enemigos pues nos obligan a ser mejores que ellos. Claro que hablo de enemigos de verdad, no de pobres diablos venidos a más a cuenta de intrigas y desorbitadas cuentas de teléfono.

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El retrato es, sobre todo, la aspiración máxima del artista para individualizar lo pintado. La principal diferencia entre Rafael -pongamos por caso- y Velázquez es que el primero borra y elude cuidadosamente cuanto hay de individualizador en sus figuras mientras que Velázquez aspira a convertir cada ser representado en algo único y mortal. Incluso cuando pinta, en su primera juventud, cuadros como El aguador o La vieja friendo huevos, los objetos no son genéricos sino retratos de cacharros concretos. Esa y no otra es la enseñanza permanente de Caravaggio, como ya anoté en anterior entrada. No el hecho de pintar con un claroscuro forzado, que es asunto meramente de piel.

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Peleo mansamente con Ortega, un autor al que profeso desde muy joven tremendo respeto. Me gusta discutir con él, tratar de echar por tierra sus argumentos y algunas, pocas, veces lo consigo. Hay una cita suya sobre las cualidades de lo que llama el buen retrato español que guardo para otra entrada. Debemos ver qué considera retrato español (lo de bueno es evidente en los casos que estudia).