De la eternidad, sólo el muñón

 

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La pervivencia de la monarquía en nuestro tiempo es una sinrazón, como lo son el racismo y la esclavitud. La institución pervierte siempre la idea que le sirvió de origen y si tuvo fundamento en tiempos peligrosos pagar a alguien para que defendiese personas y tierras, hoy los descendientes de aquellos brutos se hacen pagar por nada que signifique un beneficio para el bien común. Sustituye el rey a un presidente elegido por todos y al que podemos largar cuando convenga, con la diferencia notable de que el cargo de rey se hereda.

La vida ya es lo suficientemente irracional como para añadirle esta guinda. Apelar a que la monarquía es más barata que la presidencia de una república o al papel de árbitro que ejerce el rey (¿cuándo, dónde?) forma parte de una campaña publicitaria bastante torpe. Los más conspicuos limitan el papel real al de un buen relaciones públicas. Basta con recordar el exabrupto al impresentable Chavez para colocar también ese argumento en el cajón de lo que no es razonable.

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Se atribuye a la Calderona, una joven actriz amante del Rey Planeta, la frase: «Majestad, sabía que los asuntos de la Corona eran siempre urgentes pero no que lo eran tanto» tras una rapidísima cópula con el monarca. Debe ser una característica real, compartida con los conejos, así como caerse de la cama en el momento más inoportuno.

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Cita mi amigo A., profesor de Lenguas Clásicas, una divertida reflexión de Nietzsche a propósito del funambulista: recorre entero el alambre o no, sin que haya la posibilidad del como sí pero no. Tal sucede con la pintura tradicional: por mucho que hables o caigas simpático, refleja tu verdadera estatura.

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De la eternidad, sólo el muñón.

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Resulta imposible leer algo sobre el cielo de Madrid sin que aparezca Velázquez. Hasta la Consejería de Medio Ambiente de aquella región ha publicado un libro que lleva por título, cómo no, «Velázquez y el cielo de Madrid». Ignoro cómo se puede llenar con banalidades sobre este asunto las páginas necesarias para montar un libro, pero ahí está.

Como la investigación ha demostrado, Velázquez utiliza los tres azules habituales  en la pintura de la época. Los elige, igual que el resto de pintores, porque son los más estables a la luz y mejor rinden en las mezclas con otros pigmentos. Son tres, como en alguna entrada de este blog indiqué: lapislázuli, esmalte y azurita. Una piedra semipreciosa molida, un pigmento vítreo asociado al cobalto y una sal de cobre. Ninguno de los tres, literalmente, ofrece semejanza con el cielo de Madrid ni con el de ninguna otra ciudad. Los utiliza en base al colorido general de la escena -el que resulta más fácil de entonar con la misma- y las formas que imparte a las nubes están en función de la composición general del cuadro, de su geometría interna y de sus pesos y acentos. En un sentido formal, sigue bastante de cerca el uso que de los celajes hace Tiziano.

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Lo esencial en una pintura, una vez equilibrada la composición, son los valores tonales. Para quien no entienda el término, decir que por valor tonal se entiende la equivalencia de un color determinado en la escala de grises.

Si los valores tonales están bien -esto es lo primero que nuestros ojos perciben- los colores, el croma, pueden ser aproximados, no necesitan ser exactos para que los demos por buenos.

A partir de ahí, con la percepción visual del cuadro bien sentada, un poco de detalle se agradece, es una suerte de cortesía hacia el espectador. Sin embargo, el exceso del mismo no sólo enturbia y dificulta la visión sino que molesta y resulta enfadoso. Pero hay una cosa aún peor: no deja al espectador el sitio que necesita su cerebro para completar el cuadro.

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Se dice que toda vida contiene una novela pero las hay muy aburridas y otras que conviene no leer.

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No deberíamos creer el subidón que ha pegado estos días el arte moderno en términos de precio. Era previsible porque no se estaba vendiendo una escoba y hay que recordarle a los nuevos ricos -que son quienes sostienen el tinglado con su dinero pues de las operaciones ya se encargan otros- la estupenda inversión que supone.

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Los guardias y policías de mi juventud solían estar gordos y eso los hacía muy peligrosos pues un tipo que no puede correr detrás de alguien y lleva un arma siente la tentación de utilizarla. Ahora les obligan a ir al gimnasio y convertirse en atletas.

Mientras, atiborran de grasa, jarabe de maíz y comida basura -viene a ser todo lo mismo- a la gente para que no se pueda mover del sofá. Imaginar una revolución en nuestro tiempo casi resulta cómico.